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Los anuncios dirigidos usan tus conversaciones privadas para venderte productos.

Mujer bebiendo café junto a ventana lluviosa, mirando su móvil, con ordenador portátil y hervidor en la encimera.

Acabábamos de quejarnos del moho -invierno británico, ventanas empañadas, calcetines que nunca terminan de secarse bien- y yo dije que quizás compraría un deshumidificador. Diez minutos después, deslicé el dedo y ahí estaba: un anuncio de deshumidificadores, reluciendo entre fotos de gatos y cenas ajenas. Sentí un pequeño sobresalto en el pecho, como cuando te das cuenta de que has salido de casa sin las llaves. Me dije que era una coincidencia, pero la idea se quedó clavada como una semilla entre los dientes: ¿está mi móvil escuchándome?

Esa inquietante sensación de que te han escuchado

Todos hemos tenido ese momento en el que un anuncio aparece en tu feed con tal precisión que parece que un amigo te está tomando el pelo. Mencionas un fin de semana en Cornualles y de repente tu pantalla te ofrece clases de surf, casas costeras, un traje de neopreno que no habías pedido ver. Resulta inquietante porque irrumpe en una parte privada y frágil de tu vida: esas pequeñas conversaciones que no quedan registradas en ningún otro sitio. La tetera silba, sonríes, y entonces una pancarta gráfica salta en tu cronología, como un camarero demasiado entusiasta que oye tu pedido antes de que abras el menú.

Parte del miedo viene de no conocer cómo es el sistema al que alimentas cada vez que activas tu móvil. El sentido se convierte en historia. Si no sabemos cómo “sabían” los anuncios, llenamos el hueco con la respuesta más simple: el móvil debe estar escuchando. Es una explicación ordenada, y las explicaciones ordenadas son cálidas y peligrosas.

Otra parte es la velocidad. Los anuncios te encuentran en el siguiente deslizamiento, la siguiente vez que abres una aplicación, ese tenue brillo sobre tus palmas a medianoche cuando dijiste que ya estarías dormido. Ese momento parece una escucha a escondidas, aunque en realidad sea otra cosa. Y cuando ocurre dos veces en una semana, el cerebro hace un pequeño truco de magia y transforma una extraña coincidencia en una prueba irrefutable.

Lo que realmente ocurre entre bastidores

El efecto “hogar compartido”

La segmentación publicitaria puede parecer brujería porque recoge migas de muchos más sitios de los que imaginamos. Tu compañero de piso buscó deshumidificadores en Google; compartís wifi y código postal; os ven como parte del mismo “hogar”. Tu pareja leyó un hilo en un foro sobre condensación, tu compañero del trabajo hizo clic en una reseña de producto y vuestros móviles pasaron una hora juntos en la misma cafetería donde la señal era irregular y el café olía a caramelo quemado. Al anuncio no le hace falta saber quién dijo qué en la cocina; une puntos y adivina el resto.

Cuando los micrófonos sí se activan

La mayoría de las grandes plataformas juran que no escuchan tus conversaciones privadas para mostrarte anuncios. Lo que sí admiten: los asistentes de voz están siempre “activos” en el sentido de que escuchan una palabra de activación, y pueden oírla mal, grabar un fragmento y enviarlo para procesarlo. Eso deja margen para accidentes y para que fragmentos de sonido acaben en un servidor, lo que rara vez encaja con la idea clara de consentimiento. La triste verdad es que los anuncios normalmente se basan en los datos que has cedido a través de clics, deslizamientos, compras y ubicaciones, y no en el audio de tus suspiros sobre el baño húmedo.

El mito del micrófono y la realidad desordenada

Empecemos por lo obvio: si una empresa estuviera grabando tus charlas y usándolas para fines publicitarios, sería un escándalo nuclear, no una curiosidad simpática. Investigadores llevan años revisando todo esto; algunos no han encontrado pruebas de móviles enviando conversaciones a sistemas de publicidad en secreto, otros han descubierto aplicaciones que accedían al micrófono más de lo necesario. Hay momentos en los que se graba por error -un altavoz inteligente interpreta mal, un portátil “despierta” al oír medio frase- y esos momentos incomodan, sobre todo porque nos recuerdan que el micrófono existe. Pero el anuncio que te sale tras una charla normalmente se alimenta de entradas muy distintas.

En realidad, el proceso es menos cinematográfico y más mundano. Las apps rastrean qué miras, cuánto rato te quedas, qué enlaces sigues y cuáles ignoras. Tu dirección de correo se cifra y se compara con listas, tu ID de dispositivo se asocia a compras en una tienda donde pagaste con tarjeta, y tu posición indica que estabas en el pasillo de los calefactores a las 18:23. Es como un rastro de migas que acaba deletreando tu nombre.

Y sí, el ecosistema ha tenido sus momentos inquietantes. Algunas smart TVs identifican lo que ves para medir la “audiencia”, y ciertos SDK móviles han probado balizas de ultrasonido para vincular dispositivos en la misma sala. Se endurecieron las regulaciones, surgieron titulares y la presión pública forzó cambios. Pero la lección persiste: cuando es posible recolectar datos, alguien lo intentará.

El anuncio que parece adivinatorio

Es tentador pensar que los anuncios extrañamente precisos prueban que el micrófono está activo, pero las matemáticas son más baratas. Los algoritmos no buscan certezas; solo necesitan probabilidades lo bastante buenas como para que pulses. Si tienes 30 años, vives en un rincón húmedo del Reino Unido, sigues cuentas de bricolaje y pasas noches frecuentando foros de inquilinos, el sistema se hace una idea de lo que te preocupa en las mañanas frías. Muestra el producto que encaja con esa corazonada, porque compensa acertar 3 de cada 10 veces.

Por eso importan tanto esas breves interacciones extrañas. Te quedas unos segundos en un reel sobre consejos de alquiler, guardas una publicación sobre rejillas de ventilación y después sigues bajando. Una marca desconocida crea una audiencia similar basada en gente que interactuó con vídeos de arreglos domésticos y tú entras en el bombo. El anuncio no era adivinatorio; era probabilístico.

Las tiendas hacen lo mismo fuera de Internet. Tu cesta cuenta historias: velas y cajas de almacenaje insinúan un piso nuevo; ciertas vitaminas y crema sin perfume sugiere un embarazo antes de que el vientre asome. Tu móvil es solo la cesta que nunca se vacía, y la caja registradora que te sigue hasta casa. La inteligencia cruel está en que tú no puedes ver las etiquetas que te ponen.

El teatro del consentimiento y las migas que dejamos

El aviso de cookies te pidió el consentimiento a las 7:03 de la mañana mientras intentabas leer una receta antes de llevar a los niños al cole. Dijiste que sí porque tus pulgares son más rápidos que tu paciencia. En algún sitio, una hoja de cálculo registró que “aceptaste” anuncios personalizados, analíticas, experimentos, rastreo multiplataforma y media docena de socios que jamás has oído nombrar. No es tanto siniestro como agotador.

Según las normas británicas, puedes oponerte a “intereses legítimos” u optar por no recibir anuncios personalizados en tus ajustes, y algunas empresas lo facilitan. Otras esconden la opción a cuatro clics de profundidad, donde el texto se hace más fino y la vista se cansa. Luego está el intercambio de información entre aplicaciones: a una red social le dices una cosa, a un diario otra, y el móvil recopila un collage de “quizás” que acaba pareciendo un sí. Seamos sinceros: nadie lo repasa todo día a día.

Conozco gente que lo intenta auditar todo, y tienen cara de estar cansados. El consentimiento, tal y como se practica online, es casi siempre teatro forzado: acepta ahora, ajusta luego, nunca acabes del todo. Los datos no necesitan oírte para conocerte. Solo necesitan que sigas siendo tú, con hambre, distraído, esperanzado, llegando tarde al autobús.

Cómo se ve el control sin irte a vivir al monte

Hay pequeños gestos que suavizan los filos más cortantes. Desactiva la personalización de anuncios donde puedas -en tu cuenta de Google, en tus apps sociales, en los ajustes que mencionen “anuncios basados en intereses”- y restablece el ID publicitario para que sea más difícil vincular lo antiguo con lo nuevo. Revisa el acceso al micrófono de las apps que no lo necesitan; una linterna no debe oírte ni un widget del tiempo merece tu ubicación cada minuto. Seguirás viendo anuncios, pero parecerán menos robados de tu diario personal.

Los usuarios de Apple topan con esas ventanas de “¿Permitir a esta app rastrearte?”; decir que no sí cierra varias puertas. Android también te deja limitar el rastreo publicitario y borrar el historial de ubicaciones cada tres meses, que es mejor que nada. En las redes, opciones como la “Actividad fuera de Facebook” pueden silenciar el vínculo entre lo que haces fuera y lo que ves dentro. No es perfecto, ni lo harás todo a la vez, pero cada pequeño cambio emborrona un poco más la imagen de tus datos.

Y luego están los gestos tranquilos: usa un correo diferente para comprar que para la familia, revisa qué apps pueden ver Bluetooth y tu red local, di que no a la “ubicación precisa” si al pronóstico le basta el nombre de la ciudad. A veces lo que más asusta es lo cotidiano que resulta. Mantén tu asistente de voz, pero borra su historial de vez en cuando y reconfigura la palabra de activación si se confunde. Nada de esto te hace invisible; solo te vuelve menos predecible.

Los momentos en los que el micrófono importa

A pesar de lo que digan en letras grandes, los micrófonos son micrófonos y merecen cierto respeto. La tecnología de palabras clave puede equivocarse, y esas equivocaciones pueden enviar detalles de tu vida a un servidor inesperado. Si un niño dice algo que suena un poco a “Alexa” y tu altavoz empieza a grabar una conversación privada sobre una entrevista de trabajo, da igual que no sea “para anuncios”: sigue sintiéndose como una mirilla en la cerradura. Esa sensación erosiona la confianza más rápido de lo que cualquier política puede repararla.

Por eso la norma más clara es la de siempre: concede acceso solo cuando tenga sentido. Si rara vez envías audios, tu app de mensajería no necesita el micro siempre encendido. Si nunca usas la búsqueda por voz en la tele, apágala y olvida el diminuto agujero del mando, que siempre parece apuntar al sofá. Son medidas aburridas pero muy eficaces para la tranquilidad.

También es cuestión de cultura. Instalamos dispositivos como quien adopta una mascota: un estallido de ilusión seguido de reglas irregulares. El sector diseña para la ilusión, con pantallas brillantes y sonidos amistosos, y esconde los límites en menús profundos. Cuando algo falla, hablan de “error del usuario”, lo cual suena bastante hipócrita.

La publicidad como anillo de estado de ánimo

Los anunciantes no necesitan ser villanos para que el sistema dé mal rollo. Su tarea es pillarte en un momento receptivo; la tuya es no dejarte acechar. En medio hay una maquinaria que convierte conducta en intención, intención en subastas, subastas en píxeles que parpadean bajo tu pulgar. El motivo puede ser amor, miedo, aburrimiento o moho: a la máquina le da igual, solo quiere que pulses.

Y aún así queremos lo útil. El local de pizzas cerca del cine cuando la película termina tarde, ese billete barato antes de que se disparen los precios, el descuento en zapatillas cuando las viejas chirrían bajo la lluvia. La personalización se agradece cuando encaja con nuestras necesidades y respeta nuestros límites. Lo que amarga es la falta de respeto, la sensación de que un susurro privado se convierte en eslogan público.

Por eso el mito del micrófono es tan pegajoso. Es la historia que encaja con la incomodidad. Aunque suela ser falsa, reconoce mejor la intrusión que cualquier explicación sobre un identificador de dispositivo. Y las historias son nuestro modo de juzgar el daño.

La decisión que tomamos en cada toque

Existe una versión de la vida en la que lo apagas todo y pierdes la mitad de las comodidades que mantienen unidos tus días sin que lo notes. Y otra en la que todo está activo y prefieres no pensar en quién te observa comprar deshumidificadores a medianoche. La mayoría vivimos en el punto medio, poniendo algunos límites y rompiéndolos cuando estamos cansados o desesperados. Hacemos lo que podemos, hasta que dejamos de poder.

Pienso mucho en aquella mañana en la cocina, el vapor, el tintineo de la taza, el anuncio que apareció como un desconocido demasiado servicial. Puede que llegara gracias a la búsqueda de otra persona; puede que fuera solo la probabilidad de que hablase sobre la humedad en enero. De cualquier modo, inspiré hondo y marqué un límite, un pequeño ajuste cada vez. La privacidad no debería sentirse como deberes.

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