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Cómo pagué 28.000 dólares de préstamos estudiantiles en solo 18 meses con el sueldo de profesor.

Mujer concentrada tomando notas frente a un portátil en una cocina iluminada por una lámpara colgante.

El correo electrónico llegó un martes por la tarde, justo en mitad de la reunión de padres de 3º de la ESO. Mi móvil vibró en el bolsillo de la chaqueta entre conversaciones sobre deberes sin entregar y equipaciones de educación física olvidadas. Leí la línea dos veces mientras un padre me decía que su hijo “simplemente no es lector”: El saldo actual de tu préstamo estudiantil es: 28.437,16 dólares. Se me hizo un nudo en la garganta. Sonreí, dije algo vagamente alentador sobre Shakespeare e intenté que el pánico no se notara en mi cara.

Esa noche, me senté en mi diminuta mesa de cocina con una taza de té fría, del tipo que tiene esa fina piel gris arriba cuando lo dejas olvidado demasiado tiempo. Abrí la app del banco, luego la cuenta del préstamo, luego la nómina, y luego volví a empezar, como en un carrusel deprimente. Sueldo de profesor. Alquiler. Coche. Comida. Préstamo. Los números no cuadraban. O mejor dicho, sí cuadraban, y ese era el problema. Sentía que había firmado una condena perpetua sin haber leído bien las condiciones.

Dieciocho meses después, ese saldo era 0 dólares. Así fue como ocurrió, y por qué cambió más que mi cuenta bancaria.

El momento en que la deuda dejó de ser ruido de fondo

Hay algo extraño que ocurre con los préstamos estudiantiles: al principio parecen lejanos y falsos, como dinero del Monopoly, algo que resolverás “algún día”. El mío estuvo allí, en silencio, durante tres años mientras enseñaba a tiempo completo y solo hacía los pagos mínimos. Echaba un vistazo al saldo una o dos veces al año, hacía una mueca y cerraba la pestaña, como si diera un portazo a una habitación desordenada. La vida era ajetreada, el colegio estresante, y sinceramente, me decía que esto era lo normal.

El punto de inflexión no fue dramático. Sin grandes ascensos, ni premios de la lotería. Fue un simulacro de incendio. Nos amontonamos todos en el aparcamiento, los alumnos bromeando, los profesores con chaquetas fluorescentes y portapapeles. Mi compañera Rachel comentó que por fin había terminado de pagar su “deuda estudiantil” y todos aplaudieron como si hubiera sido madre. Tenía 31 años. Recuerdo que pensé, en silencio: No quiero seguir pagándolo cuando tenga esa edad.

Esa noche, hice algo que llevaba evitando: imprimí el extracto de la deuda. Papel real, tinta real. Me senté en el suelo y subrayé la línea de los intereses una y otra vez. Esa era la parte que me revolvía el estómago. No el dinero que había pedido para una carrera que amaba, sino cómo los intereses iban devorando la mitad de cada pago mensual. Fue entonces cuando decidí que ese préstamo no era solo una factura. Era un compañero de piso que nunca fregaba los platos y se comía mi comida. Y quería echarlo.

Poniéndome brutalmente honesta con mi dinero (y con mis excusas)

Lo primero que hice no fue glamuroso ni inteligente. Abrí una hoja de cálculo nueva y anoté absolutamente todo en lo que gastaba dinero. Alquiler, impuestos municipales, suministros, gasolina, comida. Y luego todos esos pequeños extras que no parecían extras: cafés para llevar, el “me lo merezco” de cada viernes pidiendo Deliveroo, las suscripciones de streaming que ni recordaba tener. Verlo así, en blanco y negro, me hizo sentir expuesta, como si alguien hubiera revisado mi basura.

Seamos sinceros: nadie hace esto todos los días. Nos decimos que “no somos tan malos” con el dinero y que “realmente no gastamos tanto”, pero mis extractos bancarios decían lo contrario. Me gastaba casi 180 dólares al mes en comida que venía en bolsas de papel con mi nombre garabateado en rotulador. Otros 60 dólares en “picoteos” del supermercado que desaparecían antes del martes. No era temeraria hasta el sabotaje, simplemente era perezosa. Cómoda. Irreflexiva.

Así que impuse una norma: cada euro (libra, en mi caso) debía tener un destino. Primero las facturas, luego un fondo modesto de diversión, y todo lo demás iba al préstamo. Imprimí esa norma y la pegué encima de mi mesa en el colegio. Mis alumnos creían que era una cita literaria. No era ningún sistema de presupuesto perfecto de Instagram, solo una decisión: dejar de fingir que no sabía adónde iba mi dinero.

La cifra que daba miedo y lo cambió todo

Cuando ya conocía mis gastos, quise tener una meta. Probé los números en un simulador de préstamos y miré la pantalla mientras jugaba con las cantidades. Al ritmo de pago actual, tardaría unos siete años en terminar el préstamo. Siete. Me pareció una eternidad diciendo “no” a fines de semana fuera y viendo cómo mi sueldo se deshacía en intereses. Luego introduje una cantidad mucho mayor: 1.500 dólares al mes.

La fecha de finalización saltó a 18 meses. Ese número se me quedó todo el día en la cabeza, como una canción pegadiza. Dieciocho meses siendo intensa y disciplinada frente a siete años difusos y llenos de estrés vago. No sabía cómo iba a conseguir 1.500 dólares al mes con el sueldo de profesora, pero tenía claro qué carrera quería correr. Así que escribí “18 meses” en un post-it y lo pegué en la nevera. Se convirtió en mi obsesión silenciosa.

Viviendo con sueldo de profesora como una universitaria salvaje otra vez

Tomar la decisión de enviar 1.500 dólares al mes al préstamo implica que ese dinero tiene que salir de algún sitio. Para mí, significó retroceder en el nivel de vida, algo casi vergonzoso y a la vez extrañamente alentador. Tenía 27 años, trabajo a tiempo completo y montones de exámenes por corregir cada domingo, pero mi vida parecía la del último año de carrera otra vez. Pasta barata, botellas compartidas de vino del súper, jerséis dentro de casa mientras la calefacción se quedaba apagada “una hora más”.

Me mudé de un bonito piso de una habitación a una casa compartida un poco destartalada con otras dos profesoras. Las paredes eran finas, la nevera zumbaba por la noche, y la cerradura del baño a veces no enganchaba bien. Pero era 300 dólares más barato al mes. Solo ese ahorro redujo varios meses el plazo para saldar la deuda. Vendí mi coche y compré uno de segunda mano, rayado y sensato, pagado al contado. Se acabaron los pagos mensuales. Se acabó fingir que necesitaba bluetooth para todo.

Mi vida social se redujo, pero no desapareció. Seguía viendo a mis amigos; simplemente cambiamos los cócteles por cenas caseras y noches de trivial en el pub. Todos hemos dicho alguna vez “este mes estoy sin blanca” y los amigos asienten como si realmente lo entendieran. Yo empecé a ser honesta: “Estoy echando el resto para quitarme el préstamo durante 18 meses. ¿Podemos hacer algo barato?”. Los amigos adecuados se quedaron. Los que pusieron los ojos en blanco se alejaron, lo cual fue la mejor señal de todas.

El truco de los sobres que me mantuvo firme

El presupuesto digital me parecía resbaladizo. Un toque aquí, otro allí, y de repente el presupuesto “cuidadosamente planeado” se iba por el desagüe. Así que opté por lo clásico: sobres. A principios de mes, después de pagar las facturas, sacaba dinero en efectivo para la compra, gasolina y un pequeño fondo de ocio. Cada categoría tenía su sobre en una caja de lata junto a la puerta. Cuando el sobre se vaciaba, se acababa. Nada de reponer.

Suena infantil, pero el acto de entregar billetes en vez de tocar la tarjeta me hacía pensármelo dos veces. De pie en el Aldi, contando las monedas para un postre extra, podía sentir físicamente el peso de mis decisiones. No era privación, era atención. El efecto secundario: mis gastos en comida bajaron casi un tercio solo por dejar de comprar en piloto automático. Cada céntimo ahorrado era otro pequeño martillazo al saldo de la deuda.

Exprimendo ingresos extra de un horario lleno

Cuando la gente oye “pagué 28.000 dólares en 18 meses”, se imagina un agotamiento por exceso de horas o un side hustle milagroso. La realidad fueron muchas chapuzas poco glamurosas apiladas. Como profesora, mi tiempo estaba tomado por correcciones, clases y preguntándome si había comido algo ese día. Sabía que lo que hiciera para ganar más tendría que encajar ahí sin llevarme al colapso.

Lo primero que hice fue dar clases particulares remuneradas después del colegio. Un par de tardes a la semana, me quedaba con alumnos de los cursos de examen cuyas familias podían permitírselo. No era mucho dinero, pero sí constante. Cada mes, ese ingreso iba directo a la deuda antes de que pudiera tentarme. Nada de desvíos por la cuenta “quizá me doy un capricho”.

También hice de canguro para algunas familias del colegio y corregí exámenes un trimestre, ese tipo de cosa que te deja los ojos borrosos leyendo respuestas. El pago del tribunal llegó de golpe, unos 900 dólares, y lo mandé entero al préstamo. Fue de las primeras veces que el saldo bajó lo suficiente para ver progreso real. Ver reducir la línea de intereses con cada pago extra se volvió casi adictivo.

La norma que evitó volver a subir mi estilo de vida

A mitad de todo esto, recibí una pequeña subida salarial. Nada del otro mundo, solo el incremento anual habitual. Antes, lo hubiera absorbido sin más con cenas mejores, un abrigo nuevo o un móvil mejor. Pero mi yo obsesionada con la deuda hizo un pacto: cada subida de ingresos, por pequeña que fuera, iría 100% a la deuda. Ya me había acostumbrado a vivir con mi antiguo sueldo; no iba a dejar que el “ya que tengo más” me robara el progreso.

Hice lo mismo con cualquier ingreso extra. Un pequeño reembolso de Hacienda: directo al préstamo. Dinero de cumpleaños de familiares que insisten en enviar cheques: préstamo. Recuerdo haber pulsado “confirmar pago” un martes cualquiera por la tarde y reírme porque acababa de liquidar el regalo de mi abuela con un solo clic. Era extraño, pero sentía que la beneficiaria de verdad era la yo del futuro.

Mantenerse cuerda diciendo siempre que “no”

Lo más difícil no fueron las hojas de cálculo ni los muebles de segunda mano. Era la sensación constante de nadar a contracorriente respecto a la vida de los demás. Invitaciones de boda, despedidas de soltera, escapadas a ciudades, brunchs infinitos que aparecían cada dos domingos. Decir “no” se volvió un reflejo, y a veces picaba. Hubo noches en las que el silencio de la casa pesaba y me preguntaba si no estaría siendo una aguafiestas.

Empecé a darme pequeños síes con intención. Un ramo barato del supermercado una vez al mes. Un buen café el día de pago, disfrutado despacio en la sala de profesores mientras la fotocopiadora traqueteaba. Una noche por trimestre en la que salía a cenar sin mirar los precios como si fueran preguntas de examen. Esos pequeños caprichos me salvaron de lanzarme de cabeza a una semana entera de comida a domicilio en un arranque de bajón.

La otra clave fue hablarlo. No de forma aleccionadora, sino con honestidad en el pasillo: “Estoy pagando el préstamo antes de tiempo, así que me estoy apretando el cinturón”. Algunos compañeros reaccionaron sorprendidos. Otros susurraban “Ojalá lo hubiese hecho yo hace años” como si confesaran algo. Hacía que todo fuera menos solitario y más una especie de rebelión silenciosa.

El día que el saldo llegó a cero

El pago final no fue de película. No hubo globos, ni música dramática. Acababa de terminar dos horas con los de 4º discutiendo sobre poesía cuando llegó el correo: Su préstamo estudiantil ha sido saldado en su totalidad. Lo abrí de pie en el pasillo, aún con un rotulador de pizarra que me había teñido los dedos de azul. Un minuto estuve mirando la palabra “cero”, lisa en la pantalla, enorme en mi pecho.

Volví a mi aula y todo parecía igual: el tablón torcido, el reloj medio roto, la botella de agua olvidada en el alféizar. Pero algo había cambiado. Me sentía más alta. Más ligera. No porque ahora fuera rica, sino porque por fin mi dinero volvía a ser mío. Ese pago mensual, casi 1.500 dólares al final, era ahora para lo que yo quisiera. El silencio donde antes veía el préstamo en mi app del banco era casi tangible.

Esa noche, en vez de pedir comida, cociné la misma pasta barata que había comido un centenar de veces en el último año y medio. Sabía diferente, no a lujo, sino… a libertad. Había logrado algo que en secreto temía no poder hacer.

Lo que cambió después de la deuda... y lo que no

El mes siguiente a saldar el préstamo hice algo radical: nada. No mejoré de piso ni corrí a por un coche nuevo. Dejé que el dinero se quedase ahí, solo para ver cómo era respirar tranquila. Ese colchón creció más rápido de lo que pensaba, porque el hábito de vigilar cada euro seguía ahí. La intensidad se fue, pero la conciencia perduró.

Redirigí parte de lo que antes era la cuota del préstamo a una cuenta de ahorro llamada “Libertad”. Otro trozo fue a un fondo de inversión minúsculo, de esos que antes creía solo para gente trajeada en despachos relucientes. Ahorrar ya no me parecía una tarea más, sino como enviar paquetes de cuidado a mi yo del futuro. El resto se convirtió en dinero de ocio real, sin remordimientos. Un fin de semana fuera. Un curso que me apetecía. Un abrigo que no calara cuando llovía.

Algunas cosas no cambiaron nada. Ser profesora sigue siendo agotador. Hay meses en que todo se junta y el presupuesto se siente apretado. Pero ese zumbido de ansiedad de fondo, esa sensación de deberle a una institución sombría una parte de mi vida, ha desaparecido. Y eso suaviza hasta los días más duros.

Si estás mirando tu propio número “imposible”

Si estás leyendo esto con un saldo de préstamo que te da vueltas al estómago, no voy a decirte que es fácil. No lo fue. Hubo lágrimas, discusiones conmigo misma, noches dudando de cada decisión que me trajo hasta aquí. Hubo tropiezos: facturas inesperadas, una caldera rota, un trimestre en el que tuve que hacer menos tutorías para no volverme loca.

La diferencia no fue un sueldo mágico ni un trabajo paralelo perfectamente optimizado. Fueron tres cosas: enfrentarme a la cifra real sin pestañear, elegir una meta agresiva pero limitada en el tiempo y estar dispuesta a vivir un poco “por debajo de mis posibilidades” durante un tiempo. Dieciocho meses suenan cortos al decirlo. Por dentro parecieron largos. Pero no tanto como lo serían siete años arrastrando ese peso.

Tu viaje no será exactamente como el mío. Quizá tu cifra sea mayor, o tu sueldo menor, o tus circunstancias más complicadas. Aun así, en el momento en que dejes de tratar la deuda como ruido de fondo y empieces a verla como un problema activo, la historia cambia. Puede que te sorprenda cuánta fuerza tienes en realidad cuando orientas todo -dinero, tiempo, decisiones diarias- en una sola dirección.

Y algún día, quizá un martes cualquiera entre correos y recados, entrarás en tu cuenta y verás ese glorioso y ridículo “0”. El mundo a tu alrededor parecerá exactamente igual. Tú, no.

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